lunes, enero 29, 2007

Abuela

El espejo le devolvió una mirada cansada esa mañana.

Aunque había dormido las mismas seis horas que dormía cada día reglamentariamente, sentía como si recién se hubiese acostado. Las sábanas revueltas luego de una noche larga y difícil le inspiraban una extraña soledad, esa soledad que solo se siente luego de despertar miles de mañanas en la misma cama, en su misma interminable y desolada extensión, con la misma persona, con las mismas sábanas revueltas, ya no por noches de pasión sino de insomnio, viejos recuerdos y memorias de almohada.
Se levantó despacio y como pudo, observó su cuerpo desnudo en el espejo, a contraluz, en la pesada atmósfera de su habitación, cargada de años, joyas en desuso y portarretratos con polvo, y comprobó que no era el de antes. Una espalda encorvada, unas manos corroídas por la artritis, la piel arrugada y las carnes caídas le recordaban que muchas primaveras habían pasado por allí y que la vejez había llegado ya hacía mucho tiempo. Antes de tiempo.

Se preguntó entonces dónde habrían quedado aquellos días de piel tersa y músculos firmes, de mirada decidida y sonrisa perfecta. ¿En esos días interminables de calor y trabajo bajo el sol? ¿En aquel caballo que montaba, en aquellas ovejas que arriaba, en esas habas que cosechaba? ¿O en esos ñoquis, amasados 29 tras 29 con infinito amor materno, cuando no trabajaba como hombre y rigor paterno? ¿Tal vez en ese gritos de enojo, o en aquel otro de mando? ¿En esas alegrías, en esos rencores, en esas lágrimas que habían secado sus ojos tantas veces de tristeza y alegría? ¿O tal vez en aquellos muros levantados palmo a palmo, mitad ladrillo y mitad esfuerzo, mitad cemento y mitad recuerdo, y que aún hoy se mantenían perennes a su alrededor? No lo sabía, pero entendía que habían quedado muy lejos, demasiado, y que hoy se descubrían tan solo en algún resquicio de su memoria, en alguna foto sin color colgando junto al espejo, testimonio de una belleza de antaño.

El espejo sólo le devolvió una mirada líquida.

Se miró a la cara. Vio su rostro cansado, lleno de marcas y emociones. Recorrió cada uno de los caminos que lo surcaban de arriba a abajo, de norte a sur, y sólo vio cicatrices, de la edad y de la vida, recuerdos de batallas ganadas o perdidas, páginas de un libro vivo que escribía día a día. Y que hoy escribiría mucho más.
Vaciló un poco antes de incorporarse por completo. Ochenta años habían pasado por ahí. Ochenta es mucho, pensó. Una vida entera de sacrificios, siembras y cosechas: hijas, nietos, bisnietos, sus pequeñas alegrías de cada día, esculturas modeladas con amor y empeño y de las que podía sentirse profundamente orgullosa. Su combustible para seguir andando. Los años no habían pasado en vano, pensó, su obra estaba hecha pero se encargaría de seguir puliéndola día tras día, como pudiera y como quisiese, con una palabra o un consejo, una mirada o un beso. Para que su marca no se borre jamás, para que su obra perdure por siempre.

El espejo le devolvió, al fin, una sonrisa.