jueves, enero 11, 2007

Despertadores en la orilla

Una gaviota pasa en vuelo rasante sobre el mar cuando al fin llego a la orilla.
El sol emite sus radiaciones sin obstáculos, ninguna nube se anima a interponerse en su camino de luz hoy. Mojo mis pies en el agua, que avanza tímida y tramposa hacia un castillo recién construido unos metros más allá.
Dejo la remera en la arena y me tiro en una reposera amarilla que encontré en el camino. Entierro los pies en la arena, húmeda, siento el sol pegándome en la cara con fuerza astronómica pero lo dejo, me gusta la sensación, ese leve masoquismo saludable que me invade a veces. Cierro los ojos y trato de desaparecer, una leve brisa me revive de a ratos cuando el calor se hace insoportable, el sonido de las olas golpeándose con furia contenida atrás, la risa de unos niños mientras levantan efímeras construcciones monumentales adelante, con la inocente resignación de quien conoce la fecha de caducidad de su obra, el flamear de la bandera amarilla anunciando un mar dudoso en el mástil sobre mí. La vida reposando a mi alrededor.
Son esos momentos de pasajera paz los que busco, son esos minutos de deliciosa tranquilidad los que con tanto empero busco por todos lados, todo el tiempo. Y al fin encuentro.

Sumido en cavilaciones me encuentro cuando de repente cruza el aire como un cuchillo afilado el insoportable ruido de un celular que me haya desprevenido, cortando el silencio, desprolijo, sacándome del sueño como un despertador viejo y vengativo y arrojándome sin piedad a la obra de un inexperto imitador de Dalí, relojes semisumerjidos en la arena caliente, pedazos de realidad arrastrándose y cayéndose a pedazos desde un pincel desdentado. Recordándome y recordándoles a todos que el paraíso no existe, que los engranajes siguen aceitados y girando, que la rutina nos acecha a la vuelta de cada esquina, a nosotros, eternos autómatas de un cuento sin principio ni final.